Marc Cerrudo, Terrassa(Barcelona):
Resurrección
Los
delirios de grandeza no son más que planes de futuro. Esta frase impresa en un
enorme póster decoraba el comedor de Adolfo Romerales, el cincuentón soltero
del tercero B. Y los planes de Adolfo se empezaron a concretar cuando fue
elegido por mayoría aplastante como nuevo presidente de escalera del número
dieciséis de la calle Resurrección.
Llevaba
ya dos años viviendo en el edificio, pero con el sistema de presidencia
rotativa aún no le había tocado ser presidente. Tres pisos con dos puertas en
cada rellano, un total de seis vecinos que se turnaban para presidir la comunidad
de forma semestral. Primero A, primero B, segundo B y tercero A. Esos habían
sido los presidente desde que Adolfo había llegado a la calle Resurrección.
Todos ellos unos políticos inútiles y sin carisma, según él. Por eso mismo,
ante el inminente cambio de presidente, decidió presentarse voluntariamente al
cargo. A pesar de qué nadie decidió hacerle frente y presentar otra
candidatura, Adolfo creyó imprescindible realizar una campaña electoral. Sentía
el deber moral de mostrar a sus vecinos su programa y ganarse así la
legitimidad del pueblo para empezar el mandato con buen pie. Y con el potente,
aunque largo, eslogan “Por una comunidad donde en el ascensor no sólo se hable
del tiempo”, Adolfo empezó una campaña que no dejaría a nadie indiferente.
Las
pancartas colgadas por todo el edificio con la cara de Adolfo fueron lo primero
que incomodó a sus vecinos. Esa media papada, el bigote descolorido y una
sonrisa maquiavélica no es lo primero que uno desea ver a las ocho de la mañana
cuando sale de casa para trabajar. A esto lo siguieron los mítines en el
ascensor. No había hora del día en que se llamara al ascensor y al abrirse las
compuertas no se encontrara a Adolfo enumerando emocionado las ventajas que
supondría colocar unas placas solares en la terraza comunitaria o sus planes
para acabar de una vez con todas con la propaganda comercial. El colmo llegó
con la grabación de un Adolfo enfervorizado cantando el himno (inventado por
él, por supuesto) de la comunidad, que cada día ponía a todo volumen cinco
veces en el radiocasete de su comedor. En el barrio empezó a conocerse el
dieciséis de la calle Resurrección como el minarete del chiflado del tercero.
Ante tal
avalancha de voluntad y esfuerzo por parte de Adolfo para ganar unas elecciones
que ya tenía ganadas, la comunidad acordó celebrar los comicios de forma
inmediata para evitar así seguir con esa tortura. Adolfo no lo reconoció pero
no le gustó esa decisión, aún no había sacado sus armas electorales más
potentes a relucir; de hecho estaba ultimando un informe difamatorio contra la
señora Linares, la octogenaria del primero A que vivía sola con cuatro gatos,
que debía ser el golpe magistral que lo aupara definitivamente en ese
sinsentido de carrera electoral. Luciendo su mejor traje, corbata bien ajustada
y zapatos recién lustrados con betún, Adolfo se fue a la cama ya vestido la
noche anterior a la elección.
A pesar
de que la victoria estaba asegurada, a Adolfo le sudaban tanto las manos que
tuvo que cambiar la papeleta de su voto hasta en dos ocasiones porque la tinta
se había corrido. Tras el escrutinio, los números hablaron por sí solos: cinco
votos a favor de Adolfo Romerales del tercero B y un voto nulo, aunque Adolfo
finalmente convenció a todos que “El puto pesado de Romerales” era, aunque descortés,
un voto para él al fin y al cabo. Con un cien por cien de los votos a su favor,
Adolfo Romerales había alcanzado su sueño, la presidencia de la escalera era
suya. Su discurso, con esa misma espontaneidad falsa de los Oscar, estuvo a la
altura del momento.
—Queridos
convecinos, estimados amigos, apreciados y fieles lacayos —todos empezaron a
lamentar su voto—. Sin lugar a dudas hoy es el mejor día de mi vida. Por fin
estoy al frente de un proyecto con aspiraciones a convertirse en algo grande
para todos, algo que ponga al dieciséis de la calle Resurrección en el mapa.
Llevamos años ocultos bajo la sombra del catorce y el dieciocho, que creen que
por tener más pisos pueden permitirse humillarnos sin piedad. Pero nosotros
somos mejores, superiores moralmente, tenemos la divina providencia de nuestro
lado. Se acabaron los días del apocamiento y las lágrimas, con Adolfo Romerales
se inicia la época de oro de esta comunidad y la derrota sin paliativos de
todos aquellos que osen hacernos frente.
—Disculpa,
Adolfo —le cortó el padre de familia del tercero A—, quizás estás llevando
esto demasiado lejos. No es necesario tanta vehemencia, hombre.
—No dirás
lo mismo cuando tu hija te venga llorando porque las ratas del catorce se han
reído de ella porque su piscina es más grande que la nuestra. O cuando tu mujer
le haga ojitos al maldito José Estella, presidente del dieciocho, porque es
presidente de un edificio de diez plantas. Entonces acudirás a mí para que
solucione tus problemas. Pero aunque hayas dudado, yo, cómo tu líder que soy,
te salvaré —no sería posible decir si desprendían más locura los ojos de Adolfo
o miedo los de sus vecinos—. Pero para el éxito de puertas afuera primero hay
que alcanzar el éxito de puertas adentro. Por eso mismo anuncio que ayer mismo
renuncié a mi empleo como guardia de seguridad nocturno en los grandes
almacenes de la avenida Pío XI para dedicarme en exclusiva a la comunidad. El
cambio ha llegado, Adolfo Romerales está aquí.
Sorpresivamente
los primeros días de mandato de Adolfo fueron tranquilos, sin sobresaltos. Se
le veía tranquilo, sonreía a todo el mundo, se mostraba afable e incluso
parecía una persona normal. Pero no era más que un espejismo. La primera
decisión tomada por Adolfo sin el consentimiento de sus vecinos fue la de
cambiar el felpudo de todas las puertas. Sin previo aviso, colocó en todo los
pisos un felpudo de color verde neón con un dieciséis y un emoticono sonriente
con la lengua fuera. Ante las quejas Adolfo se limitó a decir que lo había
hecho para armonizar la comunidad con un toque de alegría y desenfado, aunque
no llegó a explicar por qué había pegado los felpudos al suelo con cola
industrial extra fuerte. Resignados, los vecinos decidieron que lo mejor era
dejarle en paz a ver si él solito se cansaba. Craso error.
Tres días
después, un enjambre de electricistas y técnicos especializados en cámaras de
seguridad invadía el edificio. Alarmados, los vecinos fueron al tercero B a
pedir explicaciones. Adolfo explicó que estaba instalando cámaras de seguridad
en los rellanos de todos los pisos, así como en la puerta del edificio y la
piscina de la terraza comunitaria; además, ya que estaban puestos, había
decidido cambiar el insulso ding dong de
los timbres por las primeras notas de La cabalgata de las Valkirias, de Wagner.
Lo dijo con tal naturalidad y seguridad que los vecinos no supieron replicar.
“Y ahora, si me disculpáis, os dejo que vienen a instalar en mi comedor los
monitores de control de las cámaras de seguridad”, zanjó Adolfo antes de cerrar
la puerta. Llamaron al timbre de nuevo; sonó Wagner pero ya nadie les abrió.
Ante la
creciente actitud autoritaria de Adolfo los vecinos reaccionaron de formas
distintas. El viudo del primero B, militar retirado con un ojo de cristal, se
sentía cómodo con alguien velando por su seguridad. El padre de familia que
vivía enfrente de Adolfo, que primero se había mostrado reacio a sus
excentricidades, lo miraba con mejores ojos desde que su hija le había contado
llorando que Manolito, el niño gordo y repelente del edifico de al lado, se
había reído de ella porque su piscina era pequeña. Los inquilinos del segundo
piso, un matrimonio de mediana edad sin hijos en el A y tres informáticos que
compartían el B, no le llevaban la contraria por puro miedo, simplemente se
dejaban arrastrar por la corriente esperando no ahogarse. Quién más combativa y
contraria a las decisiones de Adolfo se mostraba fue desde el primer momento la
señora Linares, que exteriorizaba toda la rabia que sentía contra él
sermoneando a sus gatos.
Adolfo
supo de esas disensiones a través del exmilitar viudo, que vivía enfrente de la
señora Linares y la escuchaba blasfemar contra el presidente todas las tardes.
No podía permitir mostrarse débil ante la primera crisis de escalera, debía
contraatacar para demostrar a todos quién mandaba en el edificio. Y atacó donde
más le dolía a la señora Linares. Mandó una circular a todo el mundo informando
que quedaban terminantemente prohibidos desde ese momento los animales de
compañía en el edificio, e instaba a la señora Linares a deshacerse de sus
gatos cuanto antes. Hecha una furia, la octogenaria subió en ascensor hasta el
tercer piso bajo la fría mirada de una cámara de seguridad.
El
exmilitar del ojo de cristal se había convertido ya en la mano derecha de
Adolfo. De hecho, pasaba gran parte del día en su casa, pues Adolfo le había
encomendado las tareas de control de las pantallas que transmitían las imágenes
registradas por las cámaras de seguridad. Fue él quien avisó al presidente de
la inminente llegada de la señora Linares. Adolfo abrió la puerta de su casa y
esperó sentado en su butaca la llegada de la señora Linares.
—¿Cómo se
atreve usted a mandar esa carta? ¿Quién se cree que es para obligarme a
deshacerme de mis gatitos? —gritó la señora mientras cruzaba la puerta.
—Tranquilícese
señora Linares, lo hago todo por el bien de la comunidad. No es sano tener a
esos sacos de enfermedades dando vueltas por el edificio.
—¡Demonio!
¡Es usted el demonio! ¡Nunca, jamás, abandonaré a Mimi, Nono, Cucu y Tata! ¡En
la vida! —saltó la señora Linares antes de escupir en el suelo y marcharse.
—Usted lo
ha querido —dijo entre dientes Adolfo mientras las puertas del ascensor se
cerraban.
Un grito
atronador, increíblemente potente para una mujer más cercana a los noventa años
que a los ochenta, despertó a todos los vecinos la mañana siguiente.
“¡Cucuuuuuuu!”. Presas de la curiosidad, todos se dirigieron al primero A a
excepción de Adolfo. Horrorizados contemplaron como en el felpudo verde neón de
la señora Linares, encima del emoticono, había la cabeza cortada de un gato con
la lengua fuera. Mientras uno de los informáticos se mareaba y la señora
Linares lloraba desconsoladamente, Adolfo borraba parsimoniosamente las cintas
de vídeo de las cámaras de seguridad de las últimas veinticuatro horas.
Los
siguientes días se olía la victoria de Adolfo por todo el edificio. La señora
Linares no salía de casa y había mandado a Mimi, Nono y Tata a una protectora
de animales. Por su parte, el padre de familia del tercero A estaba intranquilo
tras haber visto desde el balcón como su mujer hablaba en el portal
relajadamente con José Estella, presidente del dieciocho. El matrimonio
del segundo A y los informáticos, sin saber bien por qué, habían empezado a
dirigirse a Adolfo como señor Romerales cada vez que se lo encontraban. La
autoridad del presidente lo invadía todo.
El
control total del edificio se hizo efectivo las siguientes semanas. Una enorme
bandera con la cara de Adolfo ondeaba en la terraza comunitaria; la piscina de
dicha terraza estaba restringida de tal modo que si Adolfo quería hacer uso de
ella nadie más podía entrar en el agua; argumentando que “es lo mejor para la
comunidad” logró meter a los tres informáticos y al matrimonio sin hijos en la
casa de la señora Linares, convirtiendo así el segundo piso en una base de
operaciones donde maquinar sus planes; los discursos a voces sobre la
magnificencia del dieciséis de la calle Resurrección sonaban todo el día en
cinco altavoces colocados estratégicamente por todo el edificio; un cartero comercial
pasó veinte horas amordazado y encerrado en el cuarto de contadores tras haber
osado desobedecer el cartelito de “Publicidad aquí no”; el ascensor fue
modificado para dirigirse siempre al tercer piso independientemente del botón
que se apretase; se decretó toque de queda a las once de la noche; a todos los
familiares y amigos que visitaban a los vecinos del dieciséis se les obligaba a
vestir un brazalete que les identificara como visitantes esporádicos o “los
otros”, tal y como Adolfo empezó a referirse a todo aquel que no vivía en su
edificio.
Tal que
así, Adolfo reunió a sus hombres de mayor confianza, el viudo y el padre de
familia, para exponerles el que sería el plan que daría comienzo a la expansión
de la comunidad más allá del número dieciséis.
—Señores,
se avecinan tiempos de conflicto —Adolfo llevaba una cápsula de Nespresso
chafada en el pecho a modo de condecoración militar—, y debemos golpear sino
queremos ser golpeados. Hoy, queridos, invadiremos el dieciocho y haremos
morder el polvo a ese bastardo que es José Estella, su presidente y origen de
todos nuestros males.
Ansioso
por entrar en acción, el exmilitar se ausentó dos minutos para ir a su piso y
al volver llevaba consigo una escopeta de caza. Adolfo, que desde antes de ser
elegido presidente esperaba este día, sacó de un cajón el revolver que usaba
cuando era vigilante de seguridad de los grandes almacenes de la avenida Pío XI
y que no había devuelto al dimitir. El padre de familia se asustó efímeramente,
pero la ira le carcomió al recordar a su mujer hablando demasiado amigablemente
con José Estella en la calle.
He aquí
un salto temporal en la línea narrativa de esta historia, pues los sucesos
acaecidos en el asalto al dieciocho de la calle Resurrección fueron demasiado
esperpénticos para ser relatados. Sin embargo el lector puede hacerse una idea
de lo sucedido con la descripción exacta del panorama que nos encontramos al
reprender la narración de la historia de Adolfo Romerales. Una decena de coches
de policía cercando el dieciséis de la calle Resurrección, con no menos de
treinta agentes a la espera de órdenes. Decenas de curiosos agolpados en la
calle Resurrección. Un médico forense certificando la muerte de José Estella
tras tres tiros a quemarropa del padre de familia del tercero A, que mientras
se entrega a la policía llorando gime: “Su piscina era más grande… y tiene diez
pisos… y no podía perder a mi mujer… lo he hecho por ella”. Dos camiones de
bomberos intentado sofocar el incendio provocado por Adolfo Romerales en el
edificio que pretendía invadir, pues al ver frustrada su conquista por la
inesperada reacción de su vecino del tercero lo quemó musitando “para mí o para
nadie” histéricamente. Un ojo de cristal en el fondo de la piscina del
dieciséis y un exmilitar flotando inerte en ella, abatido tras abrir fuego
contra la policía para evitar que atraparan a su amado líder. Una octogenaria
señalando el tercer piso y gritando a la policía que el hombre allí escondido
mató a su Cucu. En el tercero B del dieciséis de la calle Resurrección, Adolfo
Romerales está sentado tranquilamente en su butaca, observando por las cámaras
de seguridad como el fin de su imperio se acerca.
Los
delirios de grandeza no son más que planes de futuro, lee en el póster de su
comedor Adolfo. Ruido de helicóptero. Juega con el gatillo de su revólver y se
pregunta qué ha fallado. Observa por los monitores como fuerzas especiales de
asalto echan abajo la puerta del edifico y empiezan a subir las escaleras.
Adolfo sale al rellano. Aprieta el timbre de su casa. Suena La
cabalgata de las Valkirias mientras
el sonido hueco de un disparo anuncia un suicidio en la calle Resurrección.
***
Albert Gutiérrez Millà, Cerdanyola del Vallés (Barcelona):
El paraguas de papel
Aquel
tren olía como debe oler el cielo. A muerto.
En el
vagón la gente era más fea de lo corriente. Los que tenían menos posibilidades
de reproducción habían llenado el mundo de halitosis, orejas peludas y chepas.
No sé si se dan cuenta de ello cuando se muestran en público o tienen una
aceptación silenciosa.
Leía mientras los vagones avanzaban traqueteando. En frente mío un niño sentado pintaba el paisaje. Tenía
una caja nueva de lápices de colores, un arcoíris perfecto, pero el niño lo
había destrozado. Dos lápices estaban intercambiados. Puede resultar estúpido
pero me obsesionaba, no podía leer. Miraba al niño por encima del libro. Cuando
él me devolvía la mirada subía el libro para cortar la mirada en dos. Me era
imposible seguir leyendo. Al final tuve que acercarme e intercambiarlos. No
esperé su agradecimiento. Lo hice sin afán de reconocimiento. Notaba su
mirada y la de su madre, pero ahora no me importaba porque podía seguir
leyendo.
Tras una
hora de viaje llegó ella. Venía a ganar el torneo de la fealdad. Era redonda y
sudorosa como una aceituna. Al subir se asió de la barra lateral de la puerta
del tren y creí que iba a volcar el vagón. Avanzaba de lado lamiendo con su
cuerpo a los viajeros como un peine. Yo había colocado la maleta de viaje a mi
lado para que nadie me molestase mientras leía. La gente prefiere estar de pie
antes que pedir permiso. Fue entonces cuando la vi venir hacia mis asientos.
“¿Me permite?” preguntó. La ignoré. Desenrosco su brazo que cayó sobre mí como
un cochinillo muerto. “La bolsa”, me chilló. La quité para colocarla en mi
regazo. Al sentarse me pareció oír como el asiento chillaba indulgencia “¡No
por favor!”. Cayó sobre él ahogándolo lentamente mientras el cojín
expulsaba el aire por sus comisuras. Hasta me pareció que los huesos del
asiento crujían de rotos.
Al sentarse
inundó la butaca con su masa hasta llegar a mí. Su brazo me chafaba; ella
intentaba ganar terreno sobre mi apoyabrazos. Mi brazo estaba sepultado por
carne como un moribundo en el fondo de una fosa común. A la vez intentaba
aplastar el brazo mientras recolocaba el culo en el asiento. Se movía
nerviosamente como si el asiento aun intentara luchar contra sus inclementes
nalgas. Cuando se calmó acepté el nuevo estatus de mi brazo para poder leer,
aunque tuve que pasar las páginas con la nariz.
Subió un
mendigo al tren. Al principio no sabía que lo era pues tenía una tripa glotona
que asomaba por debajo de la camiseta. Cuando se acercaba hacia mi asiento noté
una gota de sudor. No era mía. Mi piel se veía infectada por una sopa hedionda
de sudor axilar.
—Señora
el brazo, que necesito el pañuelo —mentí.
—Perdón,
no me había dado cuenta —mintió.
Se llevó
su brazo y me pareció que se levantaba el pecho para colocarlo debajo. Las
lorzas se entremezclaban como una masa sudorosa de tiras de plastilina en forma
de pelota. El pobre se dirigió a nosotros.
—Por el
amor de dios, deme algo para mis niños. Tenemos hambre.
Todos los pobres son religiosos y tienen niños
adorables. Le presioné la tripa dos veces
con el índice como quien toca un jabalí atropellado.
—Con esa tripa
no me extraña que tengas hambre.
—Podrías
compartir un poco, que tienes más.
Hundió
rápidamente un dedo en mi barriga que desapareció como un cormorán. No me hizo
daño; se quedó en la capa de la grasa y no llegó al músculo. Pero empecé a
chillar lo más agudo y tendido que pude. Gimoteé y me revolvía en el asiento
pataleando, aprovechando para pegarle un capón a la gorda. Conseguí que el
mendigo huyera corriendo al otro vagón. Cuando vi que se fue paré de golpe y
seguí leyendo.
Al llegar
a mi parada me levanté en silencio. Esperé de pie mientras seguía leyendo. La
lectura siempre ha sido un buen aislamiento mental y físico. Útil cuando todo
el pasaje clava la mirada en ti. Bajé del tren. Llovía pero había traído el
paraguas. Lo busqué en mi maleta. No estaba. Me lo había dejado en el asiento.
Las puertas se cerraron tras de mí como riéndose a mis espaldas. Salí corriendo
detrás del vagón. No entiendo qué pretendía hacer contra un tren en marcha.
Sólo imaginé a la gorda con mi paraguas debajo de su axila y un goteo de sudor
que resbalaba apestando la tela. A los pocos pasos de la carrera me pisé la
chaqueta para caer con las rodillas y los codos en la grava. Sentí brasas que
derretían gota a gota mi piel. Me destrocé pero mi maleta no sufrió, la protegí
con mis brazos. Mi piel se regenera, la de la maleta no. Tendido en el suelo me
costaba levantarme. No es que esté gordo. Sí es cierto que la papada no
me deja bajar la cabeza o me cuesta atarme el zapato, pero no estoy gordo. Una
persona vino a ayudarme. Digo persona porque no sabía si era chico o chica.
Tenía pelo corto, pecho plano y facciones suaves. Parecía que intentaba
borrar todas las pistas para adivinar su sexo. Tirándome del brazo dijo.
—Pesas un
quintal.
—De
hecho, más del doble.
Aquella
inútil no conseguía levantarme. Ni que fuese tan difícil. Dobló mis rodillas
acercándolas a la cadera, avanzó mis brazos haciendo de mí una bola y dejó caer
su peso hacia atrás. Con su cuerpecito e ingenio consiguió levantarme. Era
lista, aunque no le di las gracias. Creo que se agradece demasiado y eso
desvalora la gratitud. Mientras me sacudía la grava me obsesionaba saber si era
chico o chica.
—¿Cómo te
llamas?
—Andrea.
—Al
principio no he sabido si eras un chico o una chica
Se rió.
—La
sinceridad es tan extraña que nos hace gracia cuando la oímos —le dije.
—¿Cuánto
pesas?
—Noventa
y nueve.
Mentí.
Cuando no me siento orgulloso de la respuesta siempre engaño un poco. Me hace
sentir bien conmigo mismo y no demasiado mentiroso. Además la frontera de los
cien me parece la división entre humillación y dignidad. Me alargó un
periódico.
—Ten,
para la lluvia.
Lo cogí y
me fui. Iba andando bajo la lluvia con una pernera levantada y la rodilla
sangrando. Tenía un poco de barro en los pantalones y en el codo. Con el agua mi
ropa empezó a espumar. No había aclarado bien la chaqueta y ahora parecía
una pompa de jabón. Unas chicas se estaban riendo y nos cruzamos la mirada con
ellas los tres a la vez. Se reían de mí. Sé que venían riendo antes de
contemplarme, pero se reían de mí. Me bajé dolorosamente la pernera por encima
de la herida blanquecina y tiré el periódico. Prefiero la compostura del hombre
mojado que el estúpido diario. Alguien había tirado un paraguas roto. Los días
de lluvia y viento todos los paraguas son de papel.
Llegué a
casa de mi madre y me abrió. Al verme retrocedió para contemplarme mejor.
—¿Has
venido a caballo?
—En tren.
Llevaba
una toalla en la mano y me la dio para que me secara. Había venido por ella y
tan siquiera me saludó.
—¿Qué
querías? —le dije— Siempre que llamas me asustas; solo lo haces cuando hay un
entierro. Al escuchar el teléfono pienso: ¿Quién será el siguiente? A veces
creo que tus llamadas matan.
Me dio un
conjunto de ropa seca.
—¿Qué se
dice?
—Gracias
—susurré.
Me trajo
un bistec y me dijo “Come”. Me hablaba y solo me hacía preguntas cuando tenía
carne en la boca, para poder responderse ella misma. Me dijo que se habían
separado. Mi padre estaba enfermo y ella no se podía hacer cargo de él. Que
tenía que entender porqué se divorciaban y que yo ya era adulto. La relación se
había deteriorado, que él era mayor y que tenía a su propia familia quien le
podía cuidar
—¿Qué
opinas?
Ahora
rebañaba el plato y ya podía hablar.
—¿Hay
más? —le señalé el plato.
—No, pero
hay una cosa más.
—¿Qué?
—Tengo
una enfermedad degenerativa.
Me eché a
reír. Sé que no debía hacerlo pero lo hice. Me sentía mal. Incluso sentirme mal
me hacía reír más fuerte y más tiempo. Ella me miraba. Acabó llorando.
Sollozaba pero mis carcajadas eran más fuertes. Me fui. Cogí el paraguas de mi
madre. No creo que fuese a usarlo mucho más.
Había
amainado y volvía andando. Recogí mi paraguas de papel de la basura y empecé a
leer mientras andaba Al llegar a la estación me encontré con la mitad chica
mitad hombre.
—¿Ya te vuelves? —me preguntó.
—Sí,
aunque voy a comer algo antes. Tengo hambre.
—No me
extraña, con esa barriga —me hundió el índice dos veces en la tripa mientras
sonreía con complicidad.
Le pegué
un golpe seco de paraguas en el hombro y me fui al bar de la estación. Por fin
mi madre me había dado algo útil.
***
Mariano Catoni (Alicante):
Dúo
del que está solo y espera
Igual el
otro era un hombre. O una mujer. Igual el otro estaba así, como él, tan igual e
inalterable, sin buscar nada, ancho sobre el balcón durante la hora de la
siesta, verano, el sol carcomiéndole las rodillas, rodillas al desnudo, la
guitarra sobre el regazo, la mano izquierda aferrada al mástil, la derecha en
vaivén a la altura de la terraja, la comida del mediodía en el estómago todavía
licuándose y, de vez en cuando, un acorde en fa menor, un punteo gradual, un
verso de ensueño en la cabeza que, persistentemente, se dictaba a sí mismo
resistiéndose a entonarlo en voz alta. Temía despertar a alguien, recibir
quejas, fomentar una reunión de consorcio en su contra.
Igual
tocaba despacio, tímidamente, por si acaso, tan es así que, por momentos, no
alcanzaba siquiera a pellizcar las cuerdas y entonces el instrumento soltaba un
sonido falso, raspado, como de pedregullo, plástico y uñas crecidas. Y él
corregía y a veces se atrevía un poco más, no mucho, hasta que otra vez se
percataba del propio reverbero y, entonces, retrocedía; lo mismo diez veces,
cien veces.
Igual el
otro era un hombre. O una mujer. Igual el otro estaba así, como él, tan igual e
inalterable, solamente que cuatro pisos más arriba, él en el segundo y el otro
en el sexto, los dos a nado en la marejada de aquel domingo típico —de tópico—
en el que nadie hacía nada que exigiera algún tipo de compromiso físico, de
fuerza muscular, de ejercicio aeróbico. Películas ligeras, unas olivas
desparramas sobre un plato cualquiera, una jarra con agua fría, helado de
limón, cigarrillos.
Igual el
otro era un inquilino que había llegado a la ciudad hacía poco y que, como él,
impartía clases de guitarra en una academia de música. O podía ser un vecino de
toda la vida que se había divorciado y que, entonces, se reconciliaba con el
tiempo y con aquellas tareas y aficiones no consumadas durante su vida marital,
alterando o renovando, de este modo e indefectiblemente, los barboteos
habituales de su sexto piso, un sexto piso hasta el día anterior siempre
discreto, no más bullicioso ni llamativo que el resto, a lo sumo ollas,
estornudos, el televisor, la cisterna, el estremecimiento arrítmico del colchón
durante una noche de encelo. Ahora una guitarra, buena, a juzgar por el sonido
costosa, vieja, una reliquia.
Igual él
nunca había escuchado tocar al otro porque el otro, como él, solía hacerlo
dentro, cómodamente, ahí, estirado sobre el sofá del living, un libro de Auster
sobre la mesita ratona por si se hartaba de intentarlo con Granada, de Albéniz.
Igual los
dos se habían cansado del encierro y habían preferido aprovechar el sol porque
le habían tomado cierta manía a las paredes y porque opinaban que así, afuera,
en contacto con el mundo, se sentirían, desde luego, más a gusto y, sobre todo,
porque se liberarían del sofocante caldo del edificio, resultado del sudor
multitudinario y del vapor de verduras hervidas, frituras y duchas.
Igual el
aire disponía de un aforo reducido para las músicas y el viento no estaba tan
manso y, de pronto, dificultaba la cosa, desconcentrando a uno y a otro,
entremezclando las notas y el tempo entre los dos instrumentos.
Igual el
otro, el del sexto, era más propenso a dejarse llevar. Igual él, el del
segundo, también era más propenso a dejarse llevar. Igual ni el uno ni el otro
se preguntaba a qué era propenso y, entonces, atrapados ambos en una especie de
creciente asombro pero despaciosamente, empezaban a tocar coincidencias, a
arpegiar en el mismo tono, a dialogar en la escala pentatónica mayor, a
sincoparse.
Igual el
del sexto piso tenía el mismo discordante deseo que el del segundo: que alguien
lo visitara para que ese alguien atestiguara lo que estaba aconteciendo ahí
mismo, en ese edificio y, al mismo tiempo, que nadie lo importunara para que el
del otro piso no supusiera que, súbita y desconsideradamente, la cosa había
concluido.
Igual, a
ratos, dudaban e inquirían a sus respectivas cabezas: «¿Será que solamente yo
lo escucho? A lo mejor él no me escucha y yo, como idiota que soy, pienso que
estamos tocando juntos cuando, en realidad, estoy tocando sobre su canción,
así, como si tocara sobre una melodía cualquiera de la radio». Igual ambos
compartían el temor recíproco de que el otro pensara justamente en eso, y,
resignado, se desmotivara y, de mala gana, desertara, sumando otra melodía
inconclusa al gran álbum universal de las canciones incompletas.
Igual el
del segundo piso era más incrédulo que el del sexto y se esmeraba muchísimo, atendiendo
especialmente al volumen de su propia guitarra, a la intensidad con que
arremetía para no tapar al otro y para comprobar, de esa manera, si era cierto
que, en efecto, lo hacían a dúo. Si el del segundo tocaba más flojo y, poco a
poco, el del sexto hacía lo mismo, se estaban escuchando.
Igual, en
cierto momento, ya no tenían dudas ni temores y se sentían lo suficientemente
felices como para tocar por el simple y reconfortante hecho de hacerlo,
apasionados, los dos adecuándose a esa suerte de náusea frenética que resulta
del vértigo del alma cuando, ante las situaciones nuevas que mucho prometen,
ésta se separa apenas del cuerpo y vuelve, y se separa, y vuelve como si, algo
desenganchada, buscara soltarse para practicar la vida en coordenadas más sublimes.
Igual
estaban improvisando, ensayando, creando, la canción de guitarra más compleja y
más bonita del mundo y no se daban cuenta de ello.
Igual la
viuda del cuarto piso había decidido abrir la ventana y ponerse a escuchar eso
que, para ella, eran dos guitarras en el primero, sin estereofonía, una reunión
de amigos o hasta un disco que había elegido alguien.
Igual el
viejo del tercero no tenía ganas de escuchar ninguna música y había puesto el
televisor a todo volumen y estaba concentrado en una mala comedia
norteamericana mientras masticaba el hielo y volvía a llenar su vaso de whisky
y se exasperaba ante los reiterados anuncios publicitarios.
Igual, en
algún inopinado momento, habría que ir al lavabo, y bajaría el sol, y habría
que aprontar la cena, cocinar, pedirla por teléfono, llamar a equis tía remota
del interior para felicitarla por su septuagésimo cumpleaños y preguntarle por
su vida, si estaba bien de salud, si necesitaba algo.
Igual el
del segundo piso no quería ser el primero en dejar de tocar, en traicionar a su
flamante e ignoto compañero. Tampoco su flamante e ignoto compañero parecía
dispuesto a hacerlo, a cortar por el medio la espectacular procesión de notas
que bañaban de sonido la paredes exteriores del edificio, las plantas llovidas
sobre los balcones, los canarios en sus jaulas, un perro tendido al sol junto a
su plato de agua primero fría, enseguida tibia, después caliente.
Igual,
entonces, seguirían así, sin saber hasta cuándo, quizás hasta que la gente
entrara a la fuerza a sendos pisos y les dijera que basta, basta, se acabó,
esto no es normal, esto no se puede hacer, estamos todos chalados, estamos, qué
pretenden con esto, van siete días, yo no sé cómo todavía no se han muerto de
inanición, de sed, de sueño y de orina.
Igual era
increíble que hubieran comenzado a tocar así, en el puro anonimato, en la
absoluta impremeditación. Igual estaban condenados a tocar juntos toda la vida
y, vaya a saber por qué, se habían encontrado así y ahora tenían que
presentarse, conversar, intercambiar ideas, hablar sobre la industria
discográfica, sobre ciertos guitarristas célebres, sobre las prestaciones
sonoras del ukelele y de la balaica en la composición para tríos de cuerdas.
Igual
habían dejado de tocar, exactos, al unísono, a eso de las cinco y media de la
tarde. Igual el del sexto había concluido, enseguida, que le parecía una locura
bajar y, piso por piso, preguntar por el otro guitarrista para estrecharle la
mano y hablarle sobre el futuro, el ukelele, la balaica y un auditorio
milagrosamente lleno.
Igual el
del sexto había supuesto también que, al cabo de un rato, el del segundo,
resignado, en un acto de arrojo y de justicia cordófona, subiría y daría curso
al plan divino, al designio elemental.
Igual el
del segundo piso había tenido el mismo pensamiento que el del sexto y
permanecía ahora atento y a la espera del golpe entusiasta de nudillos contra
la puerta.
Igual,
esa misma noche, se olvidarían, quitándole importancia a todo, y por la mañana
siguiente se cruzarían en el ascensor y se darían los buenos días o la hora, o
hablarían sobre el calor, igual que cada día el calor, igual que cada día las
frases al respecto.
Igual
semejante dueto infame jamás existió más que en la terrible soledad de un
guitarrista agorafóbico que saltó con su instrumento desde el balcón del cuarto
piso.
***
Nadia del Pozo, (Palma de Mallorca):
Aguardando
al chillido
Tengo que
confesarles que las ubres son más sabrosas que los testículos. En la lengua los
grumos no amargan y se deshacen. Cortados sobre la tabla de madera puede verse
el interior algo móvil, no tan compacto ni ennegrecido. Las mujeres de la
tienda habían aguardado a que el tipo tras el mostrador, con sombrero ranchero
y camisa abierta que dejaba su vello al descubierto, le hiciera una mueca a mi
aserción. Creo que imponía porque en él podían verse a los chivos cogiendo y
gritando de dolor, con el aroma a sexo que tiene la sangre. Pero sonrió con sus
ojos hondos como huecos de óxido mojado, y ellas comenzaron a reír con ese
volumen que parece desatar otro tipo de contención. De la carcajada al golpe
tal vez solo cupieran una o dos palabras. En ese momento imaginé a la más joven
empuñando el afilado cuchillo con restos de frito, subirse el vestido y,
mirando a su vástago descalzo sobre el grasiento petate donde se amontaban los
chicharrones, agarrarse uno de los pechos para sesgarlo como masa blanda: Ves,
amor, esta es la teta que te amamantaba cuando tu papá se echaba a la tía.
Llévala a las calderas para que la fría.
En la
estancia de los fritangueros el calor sacudía todavía más fuerte que afuera,
donde los viejos dejaban su cabeza colgando con la vista al suelo, no muy lejos
de los perros como muertos que habían escogido las mismas sombras. Una vez
dentro, no pude evitar buscar al tipo que lanzaría a una de las calderas de 170
por 80, el seno de su esposa. Antes vertería la grasa del chivo, densa y
amarillenta, acumulada en uno de los bidones del patio trasero hasta hacerla
hervir. Cuando estuviera arrojando las ubres lechosas, desconocería que ahí va el
de la madre fecundada en la herida. Aunque lo cierto es que ningún rostro
parecía más cabrón que otro. Tan solo daban vueltas a la fritanga con las
largas palas de madera y sus brazos reventados de ampollas. Al final del día,
despegarían en el lavadero los restos de sebo adherido a los palos que también
impregnaban las paredes de cal. La misma que revestía los muros exteriores de
la finca, de arquitectura extremeña adaptada por los mixtecos, y cuyo blanco
cegador parecía ser el único elemento compasivo. Fuera de esa visión todo eran
tripas suspendidas, mapas inhóspitos de texturas estremecedoras, semejantes a
los que se me presentaban en el adormecimiento. Pendían de los alambres que
cercaban los cientos de caderas crudas, expuestas al sol como un ejército
derrotado. Nuestra crueldad, pensaba, terminará de hacer con vosotras un
delicioso mole y por ello estoy aquí, para conocer a vuestros dueños a través
de su platillo. Saber si aman como matan. Saber si antes de relamer los huesos
pélvicos vuelcan el alimento masticado en la boca del otro, si al engullir al
chivo recuerdan cómo se orinaba al rondarle, con el cuchillo en la boca y los
brazos estirados. Aunque era de aquel que llevara una estricta rutina
alimenticia o fantaseara con un futuro gastronómico a base de píldoras, de
quien desconfiaba. Difícil imaginarle oliendo los huecos y rincones de mi
cuerpo transpirado. Difícil sobrevivir a una noche con quienes no se deleitan
con la imprevisibilidad de un sinfín de combinaciones que de la vista pasa a la
nariz y de ésta al paladar.
Mientras
atendía los finos vasos sanguíneos que traslucían por los tejidos y que más
tarde volverían a ablandarse en un caldo, vi a varios tipos dirigirse con
decisión hacia la estancia mayor. En ese patio formado por corredores bajo
teja, con las mínimas reglas académicas pero con el sentido común de quienes
llevan construyendo sus hogares por generaciones, podía mascarse la espera.
Ancianas con las piernas estiradas en el piso, buscando con su cabeza pedazos
sin sol; bebés durmiendo panza arriba sobre mantas; muchachos de torsos
desnudos acostados en las carretillas. Todos aguardando al chillido, a que
aquella puerta por la que me permitieron colarme, quedara abierta. Dos grandes
cuadras de tierra, amuralladas y conectadas por una valla. Más allá de esas
tapias los caminos, el monte donde los rebaños engordaban durante sus últimos
cuatro meses de vida.
1,26,45,70
cabezas y más, contadas por unos cuantos hombres que, agarrados entre sí, se
situaban junto a la verja de madera para que el hato brincara sobre sus
extremidades. Los troncos estirados en el aire, su gesto de horror. Luego se
iban arrinconando por las esquinas e incorporándose a dos patas a causa de los
empujones. Por su cornamenta, que más tarde se usaba para botones, distinguía a
las hembras de los machos. De esa manera podía seguir a las chivas en la
búsqueda de una salida mientras los sementales continuaban defecándose. Ellas.
Ellas mirando por encima de los muros, acercándose con disimulo a la puerta
trasera, la que daba al campo a través y podría llevarlas de regreso a casa
para sobrevivir seis años más hasta fallecer de viejas.
Cuando
los matanceros comenzaron a asir los puñales, todavía había alguna que esperaba
en aquel paso con la esperanza de la huida. No maten a esas, les gritaba a dos
que andaban por el centro, ¿no ven que son valientes, que observan a los caídos
con ojos de persona? Maldita espectadora que no se tapa la cara al ver los
pescuezos degollados formar charcos calientes en la arena, al ver los hocicos escupiendo
sangre sobre las costillas de sus hermanos. Los cuerpos exhalando su último
aliento bajo mis pies y yo, de cuclillas, tocando lo áspero de sus pezuñas para
acompañar al terminal. Como si en el contacto fuera a aliviar su soledad, como
si obviara que el arte de la cocina incluye la muerte.
Apenas
quedaban unos cuantos en pie cuando escuché el alarido desgarrado y
entrecortado de una mujer. Por un instante, un pasillo de hospital, el
dormitorio de una desgracia. Pero entonces volví a ver la tierra empapada, roja
y deshabitada como un eclipse de abril. Habían ido trasladándolos al patio de
tendido, convertido en carnicería. Eran las madres, el grito de las chivas
preñadas desde su vientre abierto en canal, desde sus placentas arrancadas como
matojos, que estallaban contra el suelo salpicando la piel de mis guaraches con
el pasto recién engullido. Hora de que los hijos trataran de salvar a las crías
todavía tiernas. Sujetos de las patas traseras y colocados boca abajo,
despejaban sus gargantas con el índice para que aspiraran el nuevo oxigeno. Las
futuras generaciones de matadores podrían quedarse con el cabritillo redimido,
si bien el suelo se llenaba de chotos ahogados en líquido amniótico mientras
otros terminaban de enfriarse. Esos a los que no llegábamos a tiempo para
frotarles enérgicamente y sobrevivirlos. Solo los más fuertes, con el pelaje
esponjoso sobre trapos de plasma seco, tratarían de incorporarse a la media
hora. En la misma estampa, éstos se intercalaban con las testas decapitadas de
otros chivitos cuyos cuerpos habrían asado en noche anteriores, con los cubos
de flujo espumoso y las botellas de refrescos vacías. Crecían los montones de
cráneos, paletillas y piernas. Podía escuchar el cuero separarse de la carne
para terminar en una montaña de pieles, oír el desgarre de los
ligamentos, el ruido de los cuernos contra los cuernos como si jamás hubieran
berreado ni se hubieran observado entre ellos poco antes de ser descuartizados.
Con los
pies descalzos y las piernas ensangrentadas hasta las faldas, las señoras
desmembraban los cadáveres con un ánimo distinto al de sus maridos, que
parecían salivar con un apetito salvaje. Una avidez similar a la mía al oler
los cuellos de los cabritillos inquietos que buscaban las ubres en mis dedos,
absorbiéndolos hasta la campanilla. Dos, tres y hasta cuatro enganchados a mí
como si de mis uñas fueran a extraer la leche de las difuntas. Hasta que no
chillen no se les da de comer, me contaba un niño que emocionado se disponía a
correr hacia la tienda, con un cubo rebosante de corazones, riñones e hígados,
para venderlos a peso. Mi parte más turbada, se confortaba al haber visto a
algún pequeño llorar desconsolado mientras presenciaba cómo sus padres
convertían a aquellos que unos meses antes pastaban por sus tierras, en molla
rosácea. Todavía no eran capaces de distinguir el alimento en la mirada
cristalina que se abatía sobre los petates, separada de lo que más tarde sería
un manjar entre su dentición primaria. Desconocían que desde siempre sus
vientres se habían llenado del vientre de otros. Que en poco más de una década
le darían una palmada a sus sucesores para que se dejaran de pendejadas.
Además, esas lágrimas se secarían en el sueño de aquella noche, cuando los
adultos estuvieran hirviendo menudo en el caldero para recuperar fuerzas.
Dichosos bárbaros, en uno o dos días andarían jugando a fútbol con alguna de
aquellas seseras.
Para
entonces yo estaría de regreso en la ciudad, con el estómago trastornado por la
deliciosa crueldad de ese mole tradicional. Sal, chile costeño, miltomate,
hojas de aguacate, ejotes silvestres, manojos de pepicha y guaje colorado,
burbujeando con las caderas en una olla de barro. Me había dicho, una vez
fiambres, comérmelos es lo único con sentido. Lo monstruoso habría sido devorarlos
mientras todavía se agitaban sobre el terreno, haber bebido lo caliente de su
gaznate rajado o haber mordido sus intestinos temblorosos. Una vez troceado y
guisado, aquella ración era pura destreza gastronómica, la memoria de una
cultura, el sacrificio convertido en talento. Así que me senté en la mesa junto
a algunos familiares de la matanza, con un cuenco de intenso cocido frente a
mí. Todos con los huesos en las manos, estirando la carnita con los dientes,
empapados por la salsa picosa que avanzaba como un ardiente escalofrío por el
esófago hasta la tripa y terminaba por subir a las mejillas, los lagrimales y
la nuca. Resbalaban
las gotas de sudor entre mis pechos, me chupaba las yemas y bebía a morro el
refresco de guayaba. Mientras saboreaba la
devoción, vi a una mosca en mi jugo. Si aguanta el nado un rato más, salvo a
esta valiente.
***
Alejandro
Morellón Mariano, (Madrid):
Que el señor me lleve pronto. Seudónimo:
Hiperiön
Todos pensaron que el abuelo se iba a
morir pronto porque tosía mucho y escupía sangre y caminaba como caminan los
hombres que se van a desmoronar de un momento a otro; pero Matilde, su mujer,
tuvo una embolia y la palmó antes, y luego mi hermano, el mayor, que ya llevaba
bastantes años enfermo antes de que yo naciera, también acabó muerto mientras
mi abuelo no dejaba de repetir, entre unas noches y otras, aquello de «que El
Señor me lleve pronto», pero El Señor seguía sin llevárselo. Le oigo gemir y
ahogarse al otro lado del pasillo, arruga los ojos y a veces se quedan sin color
y sin brillo, pálidos o translúcidos, como si en realidad no estuvieran siendo
ojos sino una extraña ausencia de ellos. También cierra la boca con fuerza —lo
estoy notando toser por dentro— para que no le oigamos; y pienso: las personas
viejas apenas abren la boca, apenas se pronuncian si no es para mascullar algo,
no la abren, no parecen tomar aire de ella, como si se cerrasen a lo que sea
que pudiera entrar en ellos o, más bien al revés, como si no quisieran
contaminar lo de fuera con su decrepitud, su mal aliento, la ausencia de
dientes. Tenía seis años y los dientes torcidos, y unos pájaros extraños
sobrevolaron la azotea, cuando vi a mi abuelo por primera vez y entonces nos
hicieron una fotografía —él con una camiseta de tirantes blancas; yo, con un
jersey de Snoopy—. Debía de tener más de sesenta años y para entonces ya lo
habían ingresado media decena de veces y arrastraba una neumonía que le hacía
respirar como si tuviera la garganta llena de agua. Creo que fue porque mis
padres pensaron que el abuelo podría morirse pronto que me llevaron a él, y
olvidaron viejos rencores. Viajamos en avión para que me conociera, a su sexto
nieto, y dicen que estuve llorando porque me asustó que la faltara un brazo.
Pero yo nunca lo recuerdo, no recuerdo haber llorado; recuerdo, sí, los pájaros
extraños y como planeaban en círculos cada vez más cerrados y se apoyaban
contra la baranda para mirarnos de perfil. Siempre que pienso en mi abuelo me
miro el brazo izquierdo. Me había contado mi madre que cuando era niño le
estalló una mina de guerra en el descampado donde jugaba, y él siempre dice que
aquella detonación le salvó la vida porque de haber conservado los dos brazos
habría tenido que ir a la guerra, y lo más seguro es que muriera en ella porque
nadie, ninguno de aquellos que él conoció, había vuelto. Quizá, quién sabe,
aquella fue la primera vez que mi abuelo debió morir y no lo hizo. Lo estoy
viendo ahora abandonarse igual que abandona el único brazo sobre las piernas,
se deja a las horas de no hacer nada, permanece sentado y escucha cualquier
cosa que pueda oírse al otro lado del cristal. Tal vez se piense otro, treinta
años más joven, con el hígado en buen estado, con los pulmones a pleno
rendimiento o el riñón sin trasplantar; o puede que sólo recuerde cosas. Hace
varios años que la tía Obdulia nos abandonó en un accidente de coche y recuerdo
que días después del funeral se había muerto también un primo mío que vivía en
Berlín. El año pasado, cuando mi madre nos contó que mi padre había sufrido un
infarto en el trabajo y que no habían podido hacer nada por él, lo dijo mirando
al abuelo, y yo imaginé que en realidad lo que le decía era: «¿y tú? ¿Por qué
todo el mundo se muere menos tú?», a lo que él había respondido, no
directamente pero sí un rato después, sin saber que nosotros estábamos
escuchándole: «por favor, Señor, llévame pronto». En mi despacho tengo puestas
las fotografías de mis hermanos y de mis padres; casi siempre las miro y gimo
durante un rato aguantándome la frente con los dedos pero algunas veces me
invade cierta extrañeza que no puedo explicar pero que hace que el mundo, esto
que me rodea, no parezca del todo cierto, y que nada, ni siquiera yo, me
pertenece. Otras veces creo que tengo esa enfermedad de nombre impronunciable
que te hace dudar de si en realidad existes. Abro los ojos y escucho las
zapatillas arrastrándose por el pasillo y después parece que la puerta del baño
se cierra, luego se oye el ruido de la ducha. Este mismo año han muerto tres
familiares indirectos (por parte de padre y de madre), mi profesora de
matemáticas de primaria, uno de los curas del barrio, dos actores jubilados,
dos de mis mejores amigos, un cantante joven, tres cantantes viejos, una
vedette famosa, cuatro escritores que me gustaban, el hombre del tiempo de hace
veinte años, un locutor de radio, catorce mil filipinos, cuarenta y siete
personas en el descarrilamiento de un tren.
…
Ayer dijeron que al abuelo no le quedaba
ya mucho de vida pero yo sé que mienten, mi abuelo no creo que se muera nunca,
a decir verdad, porque tiene muchos más años de los que le tocaría tener, y no
deja de repetir, en una letanía odiosa, lo de que le tienen que llevar pronto,
pero creo que incluso él a dejado de creer en eso. Esta mañana me ha
preguntado, mirándome desde el otro lado de la cocina, si yo era El Señor y si
estaba aquí para llevármelo. Le he dicho que no lo sabía y que lo que es yo me
encuentro un poco mal desde hace varios meses, que sufro frecuentemente de
nauseas hasta vomitar, y que no sé quién va a cuidar de él si yo falto. Pero ha
salido de la cocina sin mirarme, arrastrando las zapatillas y perdiéndose en
los fondos de su sillón. Luego se ha quedado dormido.
***
Patricia
Palomar Galdón, (Barcelona):
Penélope
El reloj
que corona la fachada marca siempre las tres y cinco, se detuvo hace mucho y ya
no es él, sino el paso de los trenes quienes anuncian el transcurso del tiempo.
Al
principio eran dos, ahora solo queda él. Aparece por la esquina su figura
encorvada bajo la luz brillante del mediodía, inspecciona las vías con los
brazos cruzados por la espalda, y se sienta en uno de los bancos de la
estación. El viento es caliente y las chicharras gritan como condenados
quemándose en el infierno. Pero el fuego está más allá de las vías en los
matorrales secos que anuncian el campo. Él se encuentra resguardado por la
sombra del porche como simple espectador de la tortura ajena. Cuando llegó, en
la década de los cincuenta, en el horizonte sólo se divisaban los trigales
amarillos y las urracas negras que los sobrevolaban. Ahora el campo está
sembrado por enormes molinos blancos que crecen fuertes como gigantes, sus
aspas de cuchillo parten el aire deslumbrando en la lejanía.
De las
brumas plateadas, al lado izquierdo de la vía, surge un punto negro que crece a
medida que se acerca, pasa y se escurre rápido como una anguila de metal. Un
tren de larga distancia. Son las tres en punto. A las tres y media llegará a la
ciudad, y los pasajeros saltarán arrastrando la maleta. Como hizo él un día
hace tanto que apenas oye el silbido agudo anunciando las salidas y llegadas,
los pasos huecos camuflados bajo las voces de los viajeros, los tacones nuevos
de Dolores siguiéndole por detrás. Pasaron la noche en un hostal, embutidos en
una cama de noventa, pero al joven matrimonio no le importó. Los ojos de ella
brillaban en la oscuridad porque al día siguiente probarían juntos las torrijas
de vino de su madre. Por la mañana cogerían otro tren que les dejaría en el
pueblo de Dolores. Le gustaría la calma del campo y la habitación que les
habían preparado con colcha de ganchillo a juego con las cortinas. La había
tejido su madre durante los dos años que ella había vivido en Valencia. Era su
modo de profetizar su llegada, ya que como ella siempre le había dicho: “Esta
colcha te estará esperando para cuando por fin vuelvas, hija”. Y, tal como la
madre había anunciado, pasados dos años de estudiar costura regresaba con un
marido que pronto trabajaría de revisor en la estación. Se instalaron en la
casa de los suegros que con el tiempo pasó a ser suya, de su mujer y de la
hija, Penélope. Le pusieron este nombre por Dolores, quien aficionada a la
lectura de la Odisea,
decía que no había nada más bonito que esperar a alguien querido tejiendo y
destejiendo. Pronto enseñó también a la niña, que sentada bajo un flexo,
consumía las noches tejiendo cabizbaja. A veces él se asomaba por la puerta
pasada la media noche y allí estaba Penélope apoyando la cabeza sobre una mano,
mirando fijamente la pieza recién terminada sobre sus rodillas. Y los hilos
siempre extendidos sobre la mesa, cayendo al suelo, enredándose entre las patas
de la silla. Así pasaban la noche, en espera de que a la tarde siguiente la
niña los devolviera a la vida con ese movimiento constante. Acción que para el
padre era como ver desplegada la interioridad de la hija. Porque nunca hablaban
excepto cuando ella tejía y él se sentaba en el salón a observarla. Entonces
esa ida y venida de sus dedos creando puntos de unión entre los hilos le hacía
encontrar claridad en sus argumentos, hacía que todo marchase a buen ritmo,
según el tiempo natural de la vida. En esos momentos de conversación y costura
todo estaba en el lugar que le correspondía, aunque ese lugar fuera una caótica
maraña de hilos que se enroscaba sobre la mesa.
Años más
tarde, recién cumplidos los quince de Penélope, el revisor la vio tejiendo,
enérgica, poseída por un ansia extraña. En seguida comprendió de qué se
trataba. Sus dedos finos se movían veloces como si fueran una extensión de las
mismas agujas y la inclinación de su torso hacia delante le hicieron pensar en
aquellos trenes que cruzaban veloces, apremiados por el tiempo, hastiados de no
ver fluir lo suficientemente rápido el mar de trigales amarillos. A la mañana
siguiente cuando se levantó para trabajar buscó la colcha en que había estado
trabajando la hija y comprobó sorprendido que la había deshecho.
La semana
anterior el revisor había trabajado haciendo horas extra en la estación para
cubrir a un compañero que tenía la gripe. Empezó la semana trabajando una media
de diecisiete horas, se marchaba a las seis y regresaba a casa pasada la media
noche. La hija y su mujer dormían cuando se iba y dormían cuando volvía, de
manera que apenas las vio durante esos días. Así transcurrió la semana, excepto
el domingo debido a que los horarios cambiaban y el último tren pasaba a las
diez de la noche. Entró por la puerta sobre las diez y media, las imaginó
acomodándose en la cama, soñolientas y en espera de sumergirse en el primer
sueño. Al entrar en el salón todo estaba extrañamente ordenado. Bajo la luz
familiar de la lámpara central no entendió la razón, pero cuando encendió el
pequeño flexo de la mesa de costura comprobó que los hilos y las agujas estaban
guardados. Como llevado por un acto reflejo de esos que nos hacen apartar la
mano de la llama abrió de par en par la puerta de la habitación. A oscuras no
podía ver nada, pero sintió de nuevo ese orden inusitado, el orden de
unas sábanas estiradas y sin deshacer. Sin despertar a su mujer, se quedó a
esperarla con la luz apagada, sentado sobre la cama y pendiente de la ventana
entreabierta. A las once y media la vio aparecer en la calle bajo la luz
de las farolas y no estaba sola. Su desenvoltura para besarle y la osadía de
sus risas le hicieron apretar los labios. Sólo tenía quince años. Cuando entró
por la ventana la cogió por una oreja y la arrastró hasta el salón. Los gritos
despertaron a la madre que salió en camisón. De ninguna manera, de ninguna
manera iba a marcharse a Madrid con ese golfo, antes dejaría para siempre de
ser su hija. Como buena muchacha no volvería a escaparse. Y la madre sollozaba
una y otra vez: “siempre serás nuestra niña, siempre serás nuestra niña”.
De
pequeña Penélope quería estar en la calle a todas horas, corría de arriba
abajo, y se peleaba con los chicos para que le dejasen jugar a la pelota. No
había manera de vestirla de blanco, aparecía llena de barro y a lado de las
otras niñitas de su calle, que jugaban disciplinadas a las palmas, parecía un
niño. Por eso la madre le regaló las primeras agujas de punto de ganchillo:
“Son para ti, ahora aprenderás lo que hace mamá”. Sus deditos torpes empezaron
a imitar los hábiles de la madre siguiendo cada uno de los movimientos que ésta
le enseñaba. Pronto no necesitó de su ayuda y la curiosidad por este mundo se
fue despertando lentamente como de un letargo, abriéndose paso a través de una
infinita variedad de flores con sus agujas. Sus puntos firmes y bien hechos
llenaban de orgullo a Dolores, que a modo de recompensa, a veces la llevaba a
la estación donde trabajaba papá. Era irremediable que escapase de su mano y se
lanzase a los brazos del revisor quien le dejaba entrar en las oficinas, y le
enseñaba los trenes por dentro cuando se presentaba la ocasión. La niña
resplandecía viendo pasar los trenes y saludaba a los viajeros que entre
sonrisas le devolvía el saludo desde las ventanillas. “¿A dónde van? ¿A dónde
van, papá?”, preguntaba una y otra vez. Luego, en el descanso de la tarde
mientras tejía junto a su madre, no podía evitar recordarle cada una de las
cosas que había visto en la estación. “Pero ahora estamos cosiendo, Penélope,
céntrate en la labor o te quedarán los puntos flojos. Si lo haces bien, te
llevo la semana que viene”, le decía la madre. Y la niña resplandecía de nuevo
bajo el flexo del salón. Por aquel entonces, terminaba cada una de las labores
que su madre le proponía, llenando la casa de cortinas nuevas, tapetes para las
mesas, cubres para sofás y camas. Hasta que llegó aquella noche de sus quince
años en que deshizo la colcha en la que trabajaba. Al principio sus padres no
le dieron importancia, pero con el paso de los días descubrieron que este hecho
se repetía. Su cuerpo encorvado sobre las agujas fue adquiriendo un aspecto
abatido, la cara cada vez más pálida, y el pequeño foco de luz artificial
pronto le dio un aspecto fantasmal. Tanto que los padres cruzaban el salón de
puntillas pues temían perturbarla y que entonces mostrase aquella mirada opaca
que ya no era humana. Seguía tejiendo, incluso con más intensidad que nunca,
pero ahora parecía una araña que tejiera guiada por su naturaleza genética. No
era ya el placer ni siquiera la aprobación de la madre, era sencillamente su
condición biológica quien la impulsaba a seguir tejiendo. Y cuando terminaba
finalmente la pieza en la que había estado trabajando, la destejía
automáticamente sin mirar cómo había quedado. Tejía y destejía, sin darle más
una importancia a una acción que a la otra. Lo único que interesaba era este
doble movimiento absurdo que parecía no llevar a ninguna parte. Hasta que una
mañana toda esa frenética necesidad de tejer se detuvo. El revisor lo supo de
inmediato en cuanto despertó. Por primera vez en años, el amanecer trajo
consigo una ligera brisa que había barrido la atmósfera pesada de la
casa. Había calma, una sensación de haber soltado un peso y estar elevándose
hacía el techo como un globo. Éso sintió el revisor que se levantó de la cama
transportado por las primeras luces del día. Lo mismo sintió cuando desde la
puerta de su dormitorio lo vio todo bien recogido, y cuando comprobó al fin la
ventana abierta en la habitación de la hija.
Durante
los años sucesivos el revisor y su mujer tomaron la costumbre de dar largos
paseos. Al principio recorrían todo el pueblo y los domingos se sentaban en un
banco de la estación, pero cuando el revisor se jubiló, terminaron por ir casi
cada día a la estación después de tomar el café. Su mujer llevaba siempre
consigo un ejemplar de la
Odisea, lo sacaba y leía al marido en voz alta. Todavía hoy
si cierra los ojos, puede recordar las palabras de su mujer y relatarse a sí
mismo la historia de Ulises y Penélope.
Cuando Ulises marchó dejando a su primogénito y a su mujer
para embarcarse e ir a la guerra, no sabía que tardaría veinte años en volver.
Terminada la guerra de Troya y de regreso a Ítaca, no sabía que el grito de
súplica que el Cíclope lanzara hacia Poseidón, llenaría su viaje de muerte y
tropiezos alargando considerablemente su regreso. Mientras tanto, en su
palacio, Penélope le esperaba segura de que seguía vivo y que regresaría a su
tierra tal y como el oráculo había predicho. Durante los últimos años de
espera, numerosos fueron los pretendientes que la cortejaron. Penélope
empezó a tejer un sudario para su marido, al que todos creían muerto y prometió
casarse con otro en cuanto lo tuviera terminado. Así que durante años trabajó
en ello tejiendo de día y destejiendo de noche, de modo que el sudario nunca
estaba acabado. Esperaba con ello ganar tiempo mientras Ulises regresaba a su
reino.
El ya
jubilado revisor abre los ojos al horizonte sembrado de molinos y piensa en la
hija que lleva el nombre de la heroína de la historia: Penélope. Tal vez
comparta con ella algo más que eso, la necesidad de tejer y destejer como si
con sus dedos pudiese jugar con el tiempo, como si con ellos pudiese deshacer
lo que no puede ser deshecho. El revisor después de tantos años ha comprendido.
A él también le gustaría poder ser como la Penélope griega. A veces, el revisor
imagina que un tren de los que regresan de Madrid aparece a lo lejos, aminora
la marcha y se detiene. A veces, en sus invenciones más atrevidas, incluso se
apean algunos viajeros, y entre ellos una mujer joven que al bajar cruza
accidentalmente la mirada con la suya. Entonces se reconocen.
Un tren
aparece de improviso, una mancha en el horizonte que se expande y crece. El
revisor no puede evitar apartar la mirada y echar una ojeada a las aspas del
molino que de tanto girar parecen estar quietas. Siente entonces el golpetazo
de viento. Es el tren que llega, que pasa veloz y desaparece. Son las seis y
cuarto: hora de volver a casa.